Muchos padres están acostumbrados a hablar de sus hijos como si se tratase de algo de su propiedad. Se sienten con el derecho de conducir sus vidas como se conduce un auto. Sin embargo, pasan por alto que se trata de personas que están sujetos a la presencia o ausencia de valores, lo cual determina no sólo el destino de sus vidas, sino de sus almas.
Los niños nacen dentro de una familia, por lo que es natural que los padres asuman la responsabilidad de sus vidas, sobre todo cuando apenas comienzan. Sin embargo los niños tienen un corazón, un alma, y eso no es de nuestra propiedad aunque sí son nuestra responsabilidad.
El alma no viene de los padres sino de Dios. Los padres dan a su hijo el permiso para la vida y asumen la valiosa tarea de ayudarle, pero no pueden dominarlo como se domina a un coche.
Entonces, ¿cuál es la actitud más correcta ante los hijos en sus etapas iniciales de la vida? La realidad es que los padres están llamados a dar una formación profunda, correcta y clara a sus hijos.
Primero enseñamos al niño normas de “seguridad”: no asomarse por la ventana, no meterse en la boca objetos peligrosos, no tocar animales extraños. Después, la búsqueda de la salud nos hace pedirle que tenga las manos limpias, que no se llene el estómago con caprichos, que no se rasgue las heridas.
Al mismo tiempo, poco a poco, enseñamos al hijo a hablar. Sus ojos cada día miran de un modo distinto, se comunican con miradas, con sonrisas, con llanto, y de pronto aparecen las primeras palabras, “papá”, “mamá” que suelen ser sus primeras palabras, lo cual emociona intensamente a los padres.
El niño crece, habla, ríe, juega, y cuando ya domina el idioma básico, surgen preguntas y revela su hambre por aprender, de comunicarse, de tener amigos.
Algunos padres llegan a pensar que en ese punto ha terminado su misión y que el resto le toca a la escuela. Sin embargo la educación moral es uno de los grandes retos de toda la vida familiar. La mayor satisfacción que pueden sentir los padres es ver que sus hijos son, realmente, buenas personas.
El dolor de cualquier padre es darse cuenta de que su hijo hace lo que quiere y que empieza a engañar a los maestros, a robar del monedero de mamá, a golpear a los compañeros o hermanos más pequeños, e, incluso, a levantar la voz en casa contra sus mismos padres.
Hoy presenciamos la triste realidad de que hay padres que se preocupan más por la calificación de sus hijos que por lo que ven en internet, se preocupan más por su habilidad en los deportes que por las primeras drogas que puedan tomar con los amigos.
Pocos están conscientes de que es mucho mejor tener un hijo agradecido y bueno, aunque no destaque en matemáticas. Los hijos no son propiedad de nadie, ni de los padres, ni de la escuela, ni del Estado. Pero todos, especialmente en casa, estamos llamados a ayudar a los niños y adolescentes a crecer en su vida como buenos ciudadanos y como buenas personas de bien.
Esa es la misión que reciben los padres cuando inicia el embarazo de cada niño. Los padres que hemos tenido la dicha de tener unos padres que nos han ayudado a respetar a los demás, a amar a Dios y a vivir de un modo honesto y justo, nunca seremos capaces de darles las gracias como se merecen, más que educando a nuestros hijos de la misma manera.
Quienes no han tenido esta dicha pueden, al menos, preguntar cómo enseñar a los hijos a ser, de verdad, buenos, no sólo en la formación científica, sino en los principios éticos más elevados.
Tomar cursos, asistir a escuelas para padres, recibir consejos de personas con reconocida autoridad moral, son las mejores alternativas para padres que no tienen desde su cuna la formación suficiente para responder ante la alta responsabilidad de ser padres de familia.
Esa es la misión que reciben los esposos cuando su amor culmina en la llegada de un hijo. Cumplirla puede ser difícil, pero la alegría de tener un hijo bueno no se puede comprar con nada.
