En todo matrimonio, por más sólido que sea, tarde o temprano llegan los desacuerdos. Algunos son cotidianos y pasajeros, pero hay otros que duelen, que dividen, que hacen tambalear la unidad de la pareja: diferencias severas en temas importantes como la educación de los hijos, el manejo del dinero, la fe, las decisiones familiares, e incluso la visión del futuro.
Cuando esas diferencias se hacen presentes, no hay que alarmarse, pero sí tomarlas muy en serio. No son una señal de fracaso, sino una oportunidad de crecimiento, pero mal manejado puede destruir el matrimonio.
Amar no es estar siempre de acuerdo. Amar es aprender a mirar en la misma dirección aun cuando se tienen de puntos de vista distintos.
¿Qué hacer cuando se presentan diferencias severas? La respuesta no es única, pero seguro habrá que tomar en cuenta los siguientes elementos:
1. Hacerse la pregunta correcta
Cuando surge una diferencia profunda, lo primero no es preguntarse quién tiene la razón, sino qué está en juego realmente. ¿Por qué esto es tan importante para cada uno? ¿Qué miedo, deseo o valor hay detrás? A veces el problema no es el tema, sino la herida que se toca con ese tema. Escuchar con humildad puede revelar más de lo que las palabras dicen.
2. Hablar con calma, no con armas
En medio de la tensión, es fácil caer en reproches, gritos o silencios hirientes. Pero la solución comienza cuando se decide hablar desde el deseo de comprender, no desde la necesidad de ganar. Un “quiero entenderte” vale más que un “quiero convencerte”. Las palabras que construyen son las que nacen del respeto, no del orgullo.
3. Dar espacio sin romper el vínculo
A veces se necesita un poco de distancia para pensar, para calmarse, para orar. Eso está bien, siempre que no sea huida. Separarse unos momentos para reflexionar no significa separarse como pareja. Es tomar aire para poder volver a mirar al otro con claridad, no con resentimiento.
4. Buscar ayuda si es necesario
Cuando la diferencia se vuelve un muro insalvable, buscar ayuda no es debilidad, es madurez. Un buen consejero, un sacerdote de confianza, o un terapeuta matrimonial puede ayudar a descubrir puentes donde sólo se ven grietas. No están para dar la razón a uno, sino para ayudar a los dos a encontrarse de nuevo.
5. Recordar que lo importante es el amor
Un matrimonio no se sostiene por estar de acuerdo en todo, sino por recordar cada día por qué se eligieron. Cuando el amor es sincero, se puede aprender a ceder sin perderse, a comprender aún en el desacuerdo, a respetar sin agredirse. A veces, la solución no es imponer una opinión, sino encontrar un camino intermedio donde ambos se sientan escuchados y valorados.
El conflicto no es el final. Es parte del camino. Y cuando se vive con fe, paciencia y amor, incluso las diferencias más severas pueden convertirse en ocasión de crecimiento. Porque amar de verdad no es renunciar al otro, sino aprender a abrazarlo también cuando piensa distinto.