(Testimonio de una mujer que eligió la vida en medio de la presión)
Cuando el médico pronunció la frase “puedes suspender el embarazo si lo decides”, me quedé en silencio. Esa palabra —suspender— sonaba técnica, aséptica, casi como si se tratara de un trámite. Pero dentro de mí había algo que no se podía suspender: un corazón que ya latía.
Yo tenía 25 años. Estudiaba, trabajaba medio turno y vivía en casa de mis padres. La noticia cayó como una bomba. Mi mamá se encerró en su cuarto a llorar; mi papá no me habló durante una semana. Él solo decía que no quería que “mi vida se arruinara”. El papá del bebé, cuando se lo conté, respondió con un silencio que lo dijo todo. Al día siguiente me escribió: “piénsalo bien, podemos suspenderlo. Es lo mejor para los dos”.
Esa palabra volvió a retumbar en mi mente: suspenderlo. Pero ¿cómo se suspende algo que ya empezó a vivir?
Los días siguientes fueron una mezcla de miedo, culpa y soledad. Me sentía juzgada desde todos los ángulos: los que me decían que sería una irresponsabilidad tenerlo, los que me decían que me condenaría si lo perdía. No dormía. No comía. Solo lloraba. Hasta que una amiga, al verme así, me habló de una asociación que acompañaba a mujeres embarazadas en crisis. No era un “grupo pro vida” en el sentido político; eran simplemente mujeres que habían pasado por lo mismo.
Fui con desconfianza. Me esperaba sermones, pero encontré algo distinto: me escucharon. Nadie me dijo qué hacer. Solo me preguntaron cómo me sentía, qué necesitaba, de qué tenía miedo. Una de ellas me tomó de la mano y me dijo:
“No estás sola. Tu historia no terminó, apenas va a empezar.”
Esa frase me devolvió la fuerza. No era un discurso, era una promesa. Empecé a recibir acompañamiento psicológico y médico. Me ayudaron a hablar con mis padres, incluso con el papá del bebé, que al final aceptó hacerse responsable parcialmente. Pero sobre todo, me ayudaron a entender que no debía tener vergüenza por desear ser madre.
Mi hijo nació en abril. Cuando lo tuve en brazos, no sentí culpa ni derrota. Sentí que había atravesado un túnel oscuro y que, del otro lado, me esperaba la luz más pura que he visto. No fue un proceso lindo: hubo noches sin dormir, hubo pobreza, hubo lágrimas. Pero nunca me faltó la certeza de que había hecho lo correcto.
A veces, cuando salgo con mi hijo y alguien me dice “qué valiente fuiste”, pienso que la valentía no fue mía, sino de todas las que me acompañaron. Ellas me enseñaron que defender la vida también es defender la tuya, que hay esperanza cuando alguien te tiende la mano, y que “suspender el embarazo” no es una decisión médica, sino una renuncia humana.
Hoy mi hijo tiene seis meses, ya se sienta, me da los brazos para que lo cargue, ríe conmigo y su sonrisa me recuerda todos los días que el amor puede más que el miedo.
No suspendí el embarazo. Suspendí el miedo. Y eso cambió todo.