Ser adolescente significa vivir en un campo de tensiones. Por un lado, están los padres que desean proteger; del otro lado está un grupo de amigos que invita a nuestros hijos a experimentar. En medio, un joven que todavía no sabe muy bien quién es, pero que anhela pertenecer a un círculo de amigos, ser aceptado y sentirse libre.
Es allí donde nacen muchas de las conductas que inquietan a los padres: los hijos son presionados para fumar, hacerse piercings o tatuajes, usar faldas muy cortas o escotes llamativos y hablar de manera retadora, entre otras cosas.
Por eso, los jóvenes toman la mayoría de sus decisiones que no surgen de una convicción personal profunda, sino de la presión social.
La fuerza de la pertenencia
La adolescencia es la etapa en la que se descubre que ya no basta con la aprobación de mamá y papá. La mirada de los amigos pesa más que nunca. El temor de los jóvenes a ser rechazado impulsa a hacer cosas que no siempre corresponden con los valores familiares.
Por eso para los adolescentes un “todos lo hacen” se convierte en un argumento poderoso. El adolescente sabe que quizá no es lo correcto, pero le resulta insoportable quedar fuera del grupo.
Cuando prohibir se convierte en reto
Muchos padres se desesperan y responden con la prohibición tajante. El problema es que la adolescencia también es la edad de la rebeldía. Lo prohibido, en lugar de alejar, suele despertar más curiosidad. En ese terreno, el “te lo prohibo” puede convertirse en una invitación a “lo haré a escondidas”. La autoridad paterna pierde fuerza si se queda sólo en la prohibición.
El equilibrio necesario
No se trata de aprobar lo que está mal ni de soltar la rienda hasta que todo esté perdido. Tampoco se trata de hacer de cada diferencia un campo de batalla. Lo que los adolescentes necesitan es acompañamiento cercano, diálogo abierto y claridad de límites.
Los padres deben explicar, con calma, con precisión y determinación por qué ciertas prácticas son dañinas para la salud, la autoestima y la dignidad, y mostrar, con su ejemplo, que hay alternativas más sanas y valiosas para sentirse bien consigo mismo.
“Estirar la liga” sin romperla
La metáfora de la liga es muy útil: si se estira demasiado, se rompe; si no se estira nada, se vuelve inútil. Así también en la relación con los hijos. Hay que dar espacios de decisión, aunque no siempre coincidan con lo que desearíamos, pero mantener firme lo esencial: respeto, cuidado del cuerpo, integridad, seguridad. No se negocian los valores fundamentales, pero sí se pueden negociar los gustos pasajeros.
Acompañar en vez de vigilar
Un hijo acompañado, escuchado y comprendido tiene menos necesidad de buscar fuera lo que no encuentra en casa. El desafío para los padres es estar presentes con amor y firmeza, sin caer ni en la permisividad total ni en el control absoluto.
Recordemos que la presión social es fuerte, pero el amor y la guía de una familia unida pueden ser aún más fuertes.