lunes, junio 2, 2025
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Eso no era lo que soñé para mi familia

Testimonio desde el corazón de una madre.

Nunca imaginé que llegaría el día en que me sintiera una extraña en mi propia casa.

Cuando me casé, soñaba con un hogar lleno de vida, de amor, de abrazos espontáneos y risas en la cocina. Me imaginaba las comidas en familia, las conversaciones profundas, los hijos corriendo por el patio y un esposo a mi lado, como compañero, como apoyo. No aspiraba a la perfección, pero sí a la unidad.

Después, sin embargo, me costó reconocer lo que hicimos con la familia.

Todo empezó poco a poco, casi sin darnos cuenta. Mi esposo, antes atento y cariñoso, parecía vivir en su propio mundo. Llegaba del trabajo, se encerraba en el teléfono o frente al televisor, y apenas cruzamos palabras más allá del “¿ya cenaste?”. Ya no preguntaba cómo estoy. Y si yo intentaba hablar del clima familiar, respondía con evasivas o silencios incómodos.

Mis hijos, cada uno en lo suyo. Ya no se reían entre ellos. Apenas si nos veíamos a la hora de la cena… si es que llegaban. Vivían pegados a sus pantallas, a sus audífonos, a sus redes. Me dolía ver que no me buscaban para compartir nada. Me dolía más aún cuando veía que tampoco se buscan entre ellos.

Un día, sentada en el comedor —la mesa servida, pero casi vacía—, me quebré. ¿Qué pasó con nuestra familia? ¿En qué momento nos perdimos?

¿Cómo supe que algo no estaba bien?

  • El silencio pesaba más que las palabras. No el silencio cómodo, sino ese frío, ese que se siente cuando ya nadie quiere hablar de lo importante.
  • Mi esposo se volvió indiferente. Como si no viera el derrumbe. Como si no le doliera.
  • Mis hijos se alejaron emocionalmente. Cerrados, distantes, en un mundo en el que no se me permite entrar.
  • Las comidas se volvieron trámite. Ya no había sobremesas ni historias compartidas.
  • Yo me sentía sola, aun estando acompañada.

Lo más triste fue pensar: Esto no era lo que soñé para mi familia.

¿Qué hice?

Lloré. Y recé.

Tuve que vaciarme delante de Dios. Lloré mi frustración, mi dolor, mi impotencia. Le dije: “Señor, esto no puede terminar así. Ayúdame a no rendirme”. La oración no resolvió todo de golpe, pero me devolvió claridad… y fuerza.

Pedí ayuda.

Busqué a una amiga con la que podía hablar sin sentirme juzgada. Después, nos acercamos a una guía familiar en la parroquia. Me di cuenta de que no era la única madre sintiendo esto, y eso ya fue consuelo.

Empecé por mí.

Dejé de señalar lo que hacían mal los demás y me pregunté: ¿Qué puedo hacer yo para reconstruir? Volví a hacer pequeños gestos, volví a proponer espacios comunes, volví a hablar con cariño, incluso si no me respondían igual.

Luché por mi esposo sin exigirle.

Le escribí una carta. Le dije lo que sentía. No lo culpé, pero sí le hablé con el corazón. No hubo milagro instantáneo, pero fue un primer paso.

Volví a sembrar la fe en casa.

Una veladora encendida. Una imagen en el comedor. Un “gracias a Dios” antes de dormir. Y poco a poco, cosas sencillas fueron despertando algo.

Hoy no somos una familia perfecta.

Pero ya no estamos rotos. Empezamos a hablarnos más. Mi esposo, de a poco, está más presente. Mis hijos, aunque todavía cerrados, me abrazan más seguido. Yo… ya no me siento sola. Dios sigue obrando. Yo sólo me aferro a Él.

Hoy te digo a ti, mamá, esposa, mujer que estás leyendo esto y sientes que todo se enfría: no te resignes. El amor duele, pero también transforma. Lo que hoy parece perdido puede ser restaurado. No dejes de orar. No dejes de amar. No dejes de luchar. Dios ve tus lágrimas. Y no está lejos.

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